"Grandes enigmas y misterios de la humanidad"
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El dilema del erizo, una parábola sobre las relaciones sociales

Desde el momento en el que nacemos, nuestro temor más grande es el de estar solos. Ya que subconsciente sabemos lo difícil que es de satisfacer nuestras necesidades humanas sin relacionarnos con los demás, además de que por naturaleza ya somos entes “sociales”.

Sin embargo, a medida que vamos creciendo y desarrollándonos nuestro propio carácter y una escala de valores empieza a regir nuestras actitudes ante la vida, dándonos cuenta de que la  relación con los demás no es fácil, y así nos hieren con frecuencia mientras que nuestro subconsciente nos pide “mantener las distancias”.

En 1851 el filósofo alemán Arthur Schopenhauer planteó en su obra Parerga und Paralipomena (última obra que escribió y que fue la que le otorgó la fama que durante la mayor parte de su vida se le había sido esquivada) una parábola llamada el dilema del erizo.

La parábola nos cuenta que un día muy helado, un grupo de erizos se encuentran y sienten simultáneamente una gran necesidad de calor. Para poder satisfacer esa necesidad buscan la cercanía corporal del otro, pero cuánto más se acercan más dolor les causan las púas del cuerpo ajeno. No obstante, al alejarse aumenta la sensación de frío, por lo que los erizos tuvieron que posicionarse a una distancia correcta, aquella que les permitía no morir de frío y no hacerse demasiado daño, de manera que el frío y el dolor pudiesen ser soportables.

La idea fundamental que nos quiere trasmitir esta parábola es que cuando tenemos una  relación, más nos acercamos el uno al otro y confiamos en ella/él, poniendo en sus manos la capacidad de hacernos felices. Inevitablemente aumenta la posibilidad de que suframos en algún momento, ya que cuanto mayor sea la intimidad, más probabilidad habrá de sufrimiento.

No es de extrañar que las heridas no sean provocadas por “verdaderas púas”, ya que muchas veces, interpretamos incorrectamente las razones de algunas actitudes o acciones por parte de los otros. Eligiendo habitualmente la explicación menos favorable. Por eso, tendemos a buscar esa distancia óptima en la que no nos arriesgamos demasiado, pero tampoco podemos ser felices totalmente.

Del mismo modo que los erizos, tenemos que elegir conservarnos a una distancia prudencial, manteniendo relaciones superficiales que no nos comprometan demasiado. O arriesgarnos a una relación íntima, profunda y confiable, en la que podamos sentirnos verdaderamente importantes desde el punto de vista del otro.

Podemos pensar y concluir que los erizos de la parábola de Schopenhauer no eran espíritus utópicos, ya que no buscan morir ensartados ni tampoco de frío. Eligieron acomodarse lo mejor posible a las circunstancias. En lo que podemos apreciar, es que ninguno de ellos soporta la lejanía extrema, pero tampoco una aproximación absoluta.

Los vínculos humanos, parece sugerirnos Schopenhauer, se tejen con una fibra mucho menos noble de lo que nos gustaría imaginar. Las personas tienden hacia algo banal pero a su vez una deliciosa forma de estabilidad. Ya que los erizos no buscan realmente ni el frío ni el calor, tampoco la salvación o el abandono, la proximidad letal o la distancia irreversible, sino lo más burocrático y miserable que podemos imaginar, buscan “lo más soportable”.

El padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, utilizo esta parábola para explicar el por qué del aislamiento, poniendo al erizo como la postura que el humano toma ante la adversidad, prefiriendo huir a fin de no lastimar ni ser lastimado.

Aunque la postura de algunas personas sea la de huir por el temor, son incapaces de llevar a fin su anhelo de huir y conseguir una realidad de escape, siendo aún más frustrante, pues inevitablemente no pueden abandonar el dilema.

No es solo el personaje inadaptado quien huye, sino también quien dice para si que no le afecta; aunque no rechaza a las personas, si rechaza las relaciones serias que puedan llamarse verdaderas relaciones sociales; estas personas aunque no se aíslan de forma tan evidente como los demás, no se aventuran a acercarse demasiado, limitan todo al espacio vital de las espinas, se esfuerzan para que no sean comprendidos ni comprender a los demás, y si se esfuerzan por comprender a los demás es para aprender a protegerse mejor frente al "enemigo". Prefieren mantener las cosas como están a cambiarlas, todo cambio conlleva una etapa previa de inestabilidad, saben lo que esa etapa implica y lo que las espinas implican. Algunos se aíslan de la realidad, más de los que se piensan, pues de nuevo los supuestos que han vencido al dilema sólo están huyendo y aparentando que lo han podido afrontar, no niegan rotundamente la realidad pero solo se enfrentan a ella cuando se "acercan a sus espinas".

Muchos, para evitar ese dolor optan por convertirse en armadillos: endurecen su piel, perdiendo paulatinamente la posibilidad de sentir el calor de los demás y de compartir el suyo propio a cambio de protegerse de las espinas de aquellos que hay a su alrededor. Son gente que confunde la dureza con la fortaleza, que creen que su armadura les hace fuertes, invulnerables, cuando en realidad les convierten en unos inválidos sentimentales. La fortaleza es afrontar los problemas, no resignarse en la aceptación de los mismos.


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